Recostado sobre el pasto, sin que el
rocío de la noche mengüe su debilitado amor nostálgico, Pablo observa la
inmensidad del cielo impregnado de estrellas. Como en un verso, equipara las
rimas con el lejano fulgor celeste. Quiere escribir ese verso, ese triste verso
pero no lo hace, aunque podría.
Rodeado de una oscuridad apenas derrotada
por el brillo estelar, a Pablo lo atacan recuerdos de un amor pretérito. Todos
los recuerdos convergen hacinados: sus ojos, sus besos, los suspiros al oído y
la soledad; el sentir sólo un espacio vacío tras su ausencia.
Oye los ruidos de la noche. El susurro del viento se asemeja a ella cuando canta. Cierra los parpados, los
aprieta, al abrirlos su mirada intempestiva la busca, no la encuentra pero la
busca. Su cuerpo se estremece y se reprocha por haberla perdido; por permitir
que comparta con otro, noches como ésta. Como él alguna vez, alguien más
disfrutará sus besos, escuchará su voz y tocará su cuerpo.
Con el alma entristecida, se repite que
la quiere e intenta convencerse de ella también a él; aunque sea a veces. Derrotado,
piensa en ese último verso, ese triste verso que podría escribir a pesar de
dolor, a pesar de tan corto amor, y tan largo olvido.
Alfredo Martínez Pizano